3 juin 2008

Carlos M. Luis en París



El escritor y crítico de arte Carlos M. Luis y su esposa Martha, ayer en París. Carlos es francófilo nato. No pasa un año sin que la pareja haga su peregrinación anual a Francia. Acababan de llegar ayer a París, después de un viaje por el Périgord francés. Carlos, por así decirlo, un gran bibliófilo conocedor de cuanta rareza literaria pueda hallarse en los viejos libreros de aquí. Aprovecho la circunstancia de su visita para colgar el ensayo que nos escribió para Aldabonazo en Trocadero 162. Gran amigo de Lezama, las cartas que intercambiaron luego que el exilio los separara han sido publicadas en varias antologías sobre el autor de Paradiso. Los primeros textos de Carlos M. Luis aparecieron en la revista Orígenes. Y sus primeros libros fueron ilustrados por Jorge Camacho (1954), Roberto Estopiñán (1967) y el mexicano José Luis Cuevas (1957). Aquí les dejo su texto para Aldabonazo…

SOBRE LEZAMA, UNA VEZ MÁS
CARLOS M. LUIS
© 2008

El amigo William Navarrete me ha pedido que le escriba unas cuantas líneas acerca de Lezama Lima, para un libro homenaje al poeta que está preparando. Resulta aparentemente fácil poner en unas cuantas palabras lo que Lezama significó para mí. Fácil en el sentido siguiente: podría comenzar diciendo que si algo hay de valor en la obra que he escrito, es en gran medida a Lezama a quien se lo debo. Con esta confesión ya no habría más nada que añadir. Pero al hacerlo así, veo que comienzan a removerse los recuerdos, y con ellos las interpretaciones que hacemos de los mismos bajo la influencia de la suma de experiencias pasadas.

Han transcurrido cuarenta y cinco años desde que me despedí de Lezama frente a su casa en Trocadero 162 bajos. Después una vez instalado en Nueva York, nos escribimos algunas cartas, casi todas publicadas, recibiendo además sus libros siempre dedicados por él, a veces con poemas. Un día (septiembre de 1976) recibí una llamada telefónica de Julián Orbón para comunicarme que Lezama había fallecido. Me tocó a mi darle la noticia a Lorenzo García Vega (a la sazón también instalado en esa ciudad), a quien había conocido el mismo día que visité a Lezama por primera vez hacia fines del año 1951 o principios del 52. Debo agregar que a partir de su llegada a Nueva York, se inició entre Lorenzo y yo un intenso diálogo en torno a Lezama y Orígenes pasando a formar parte muchas de las ideas que me formulara, en su libro Los años de Orígenes.

Como el tiempo pasa y deja una huella en el tiempo, según había escrito yo en un poema de mi juventud que ahora de repente he recordado, las huellas que Lezama han dejado en mí son numerosas y difíciles de rastrear. Intentemos, sin embargo, encontrar algunas. En primer lugar y posiblemente su huella más profunda, fue la amistad que me profesó. Confieso que aún me asombra la acogida que recibí de Lezama. Un día, al llegar a su casa, después de haber sido anunciado por Baldomera, escuché el dejo peculiar de su voz que salía desde una habitación, ordenando: “que pase”. Ese permiso que otorgó el poeta para visitarlo en la habitación que le servía de escenario a su creatividad selló nuestra amistad haciéndome sentir como parte de su mundo secreto. Pues en efecto en su vetusta habitación, arrellanado en un sillón, rodeado de libros, de la mascarilla de Pascal, de un retrato de Góngora y sabe Dios de cuantas cosas más, el poeta elaboraba sus conjuros a veces en compañía de personas elegidas. Y yo, un joven de apenas veinte años, había sido investido con ese privilegio.

Durante el transcurso de varios años me comunicaba con Lezama casi a diario. Más de una vez a la semana nos veíamos en un café (por lo regular los sábados junto con otros amigos) o bien lo visitaba o salíamos a cenar. Fue así que pude desarrollar con él una comunicación a varios niveles. Uno donde Lezama descargaba su poderosa presencia intelectual, siempre con un agudo sentido didáctico. Lezama conocía o intuía mis inclinaciones librescas y me ayudó a formarlas con lecturas que iban desde Jung hasta los místicos y autores herméticos. Yo, por mi parte, cercano al Surrealismo, compartía con él el poder mágico de ese movimiento que por lo demás influyó más en su mundo poético de lo que él quiso admitir. Quizás la presencia de otros origenistas como Cintio Vitier, hostil a toda incursión por esos predios, le impidió ver lo que le debía al Surrealismo. Sobre este tema me encuentro en vías de preparar un ensayo que formará parte de mi libro Horizontes del Surrealismo. Lo cierto fue, sin embargo, que entre Lezama y yo se creó una comunicación específica con respecto a algunos autores “herejes” o “heterodoxos” que a ambos nos gustaban.

Aquí vienen a colación dos anécdotas que ocurrieron. La primera tuvo que ver con Raimundo Llul o Lulio cuya obra nos atraía, en especial el Fénix de las maravillas que conocíamos de referencia. Un buen día, antes de dirigir mis pasos hacia el café de Reboredo (en O’Reilly y Aguacate) donde nos citábamos los sábados, fui a limpiarme los zapatos en la acera del Hotel Inglaterra. Cuando me encontraba sentado en la silla del limpiabotas, se me acercó un personaje que presuroso me pidió que le diera algo por unos libros que llevaba escondidos en una bolsa. Entre los mismos se encontraba el de Raimundo Lulio. Evidentemente los libros habían sido robados de alguna librería de uso, lo cual no impidió que se los comprara. Como es natural se lo llevé a Lezama al café (no recuerdo lo que hice con los otros) para sorpresa suya. En mi opinión este hecho ocurrió por la magia poética que emanaba de la persona de Lezama.

La segunda anécdota ocurrió pocas semanas antes de mi partida de Cuba. Una librería de libros religiosos que se encontraba en un segundo piso en la calle San Nicolás y que yo visitaba con Lezama, se mudó cerca de la esquina de Neptuno y una calle cuyo nombre he olvidado pero que se encontraba a una cuadra de Belascoaín. Allí encontré una vieja edición de un libro de los escritos de Sor María de Agreda, monja que Lezama había mencionado en más de una ocasión, pero cuyas obras no había podido conseguir. Una vez más la magia se produjo.

Fue así que durante varios años se desarrolló entre nosotros una intensa comunicación donde pude ir asimilando el extraordinario caudal de su imaginación. Pues Lezama gustaba de la conversación y, a su vez, de lanzar, como decía, “sus balones de colores” al vuelo. Con esto quería decir que cuando la poesía se apoderaba de su habla (cosa que era frecuente) entonces se abría el mundo de lo maravilloso como a pocos surrealistas se les pudo abrir. En ese mundo entraba todo como elaborado a través de un atanor mental. Esas conversaciones que desgraciadamente han quedado vibrando en el espacio, enriquecieron a todos los que tuvieron la suerte de escucharlas.

¿Qué puede significar hoy Lezama para mí? Las experiencias vividas fuera de Cuba me han traído otras fuentes de conocimiento, poniéndome en contacto con una poesía ajena a la de Lezama. Con el paso del tiempo y ante la carga de su poesía que aún pesaba sobre mí (y que Cintio Vitier me señaló en una carta que me escribiera), tomé mis distancias con respecto a él. Intenté verlo, junto a Lorenzo García Vega bajo otra perspectiva, esta vez más crítica. Aunque no he compartido a fondo todas las objeciones que Lorenzo le ha dirigido, siento sin embargo que fue saludable verlo a la distancia. Pero tengo que confesar que a pesar de ello, su presencia continúa dando sus frutos en mi persona. Hace un par de años publiqué un diálogo que sostuve con el poeta y crítico argentino Rafael Cippolini titulado "¿Lezama Patafísico?", que me hizo llegar a la verificación de la potencialidad que existe en Lezama de abrirse hacia nuevos horizontes. Lezama fue y sigue siendo, pues, inmenso. No me voy a referir a las modas a las cuales ha sido objeto por parte de algunos que quieren arrimar su brasa a la sardina. Me refiero sencillamente a esa apertura que se encuentra aún por explorar dentro de su obra. Como pude compartir con él muchos momentos en los cuales dejaba de tener vigilancia sobre sí mismo, puedo dar fe que esa apertura siempre existió a pesar del encierro a que estuvo sometido. No a un encierro político, pues de política no entendía nada, pero sí a un encierro llamémosle existencial, a falta de una definición mejor.

Lezama fue un hombre de intensa voluptuosidad, la cual siempre la llevó o intentó llevar a todas las distintas manifestaciones de su existencia. No siempre pudo o quiso hacerlo, por una serie de razones que no vienen al caso señalar aquí. Pero así fue y eso lo obligó a veces a tomar actitudes que contradecían la amplitud de su mirada.

La huella que ha dejado Lezama en mi vida ha sido pues indeleble. Cuando toda la batahola que se ha formado en torno a él cobre su equilibrio, se podrá percibir entonces lo que su obra y su persona representó. En lo que a mí respecta percibo ahora en Lezama un horizonte que como todo horizonte nunca se entrega aunque lo veamos de cerca. Aproximarnos a él nos sugiere continuar viendo más lejos. En definitiva ése fue su gran legado: hacer que veamos cada vez más lejos.