9 août 2008

Orfeo en la ciudad / José Triana



Hemos recibido el primer libro de la colección de poesía Atril, dirigida por la escritora y decoradora Regina Ávila, para la Editorial valenciana Aduana Vieja. Se trata de Orfeo en la ciudad, un largo poema del escritor cubano José Triana, autor, entre muchas obras más, de una de las piezas más significativas del teatro cubano: La noche de los asesinos. Los libros de Atril son como pentagramas musicales que se colocan en ese objeto del mobiliario musical que da nombre a la colección. Son grandes (formato A4) y sus hojas enumeradas y móviles. El resultado ha sido un producto para bibliófilos, en los cuales Francia tiene muy larga y excelente tradición. La portada es un óleo del pintor cubano Umberto Peña. El propio autor me pidió el prólogo o nota introductoria del mismo. Yo le sugerí algo más discreto, un postfacio, que al final del libro intentara acercarse al fabuloso mundo poético de este doble Orfeo. Les dejo aquí la portada, la contraportada y el postfacio en cuestión.
Evidentemente, entre viajes, compromisos con amigos, placeres de todo tipo y trabajo, tengo muy poco tiempo para batallas olímpicas u otras batallas. Y de ello doy fe cada día. Amén de que conozco muy bien el sistema de funcionamiento de las ruedas dentadas: cuando una rueda dentada quiere engancharse en la propia con la finalidad de girar al unísono y arrastrarla, lo mejor es echarla a un lado para que, de ese modo, se quede girando solita.

Orfeo en el umbral de cada día…
William Navarrete
Postfacio

Una canción y diecisiete estrofas trae este Orfeo y en su andar toca con su lira un recital mágico y exige a la ciudad de ruidos hostiles una tregua de silencio absorbido por versos que hilvanan la música con que a nuestro oído llegan.

No oímos más que una candencia que nos alegra el día en cada esquina y nos hace viajar agarrándonos de cada nota para recorrer los intersticios infinitos de la creación, los recuerdos, las quimeras: la vida.

Al querer ofrecer este Orfeo en la ciudad en forma impresa, preferimos que sus versos se posaran en las hojas de un pentagrama como quien desea que, en lo adelante, el "atril plantado en el páramo" o en cualquier refugio soñado por el hombre citadino, esté siempre al alcance de todos los que se atreven a soñar en medio del bullicio, sin importarles las cifras ni otro tiempo que aquél en que quedamos marcados por estrellas danzando en el umbral de nuestra infancia.

Orfeo, el hijo de Apolo y de Calíope, es Orfeo. A él recurre José Triana para que lo guíe en "selva oscura" y le muestre, en lo que cabe, a dónde se dirigen los cantares y dulces melodías. El cantor de la lira que deleita es también el propio poeta, tan enamorado de la vida como el griego de Eurídice, dispuesto a mirar a atrás aunque le cueste el amor o en ello le vaya la vida. Orfeo es, por último, nuestro espejo, cada instante, todas las preguntas, los miedos, las dudas, la terrible sensación de abandono y la certeza de que sólo podemos expresarnos en y con el arte.

José Triana ha vivido esencialmente en dos ciudades musicales: La Habana y París. Dos ciudades, dos registros, dos cadencias diferentes. Orfeo se le escurre entre recuerdos del pasado y vivencias del presente. Poco importa en qué momento se le escapa de las manos, o del oído; pues vuelve siempre, cada vez que lo evoca, para darle música a sus versos y ayudarle a pasar las hojas del atril que planta, casi en acto de desafío constante, en cada circunstancia que ha vivido.

Tanto es así que el agraciado ser mítico y el poeta se funden en uno. En ese instante, ninguno de los dos – convertidos en entidad única – teme tachar, borrar, echar al olvido viejas avaricias, empolvados manuscritos. Eurídice les vigila la noche y la fiebre de creación, y da la pauta, cual diapasón, de los momentos en que este doble Orfeo, dadivoso en bellas páginas, se arremolina entre las llamas del fuego creativo.

Cuando el canto parece terminado, ambos Orfeos se separan, se alejan tarareando dispuestos a emprender nuevos caminos. El uno, vuelve a su mundo de faunos y dioses míticos. El otro, caracolándose en ovillos de recuerdos, vuela al rincón de su propio nacimiento, ahí donde empezó la vida, para volver a ser el niño necesario que crecerá, una y otra vez, infinitas veces, sin cansancio, en cada nueva estrofa, en cada nuevo tañer de liras.