21 déc. 2008

En El Nuevo Herald

Hoy escribo en El Nuevo Herald sobre el nuevo sello editorial Bluebird y sobre cuatro de los poetas que inauguran poemarios en dicha casa: Carlos Pintado, Manuel Sosa, Heriberto Hernández y George Riverón.

Aquí les dejo el artículo y también las portadas de esos cuatro poemarios:
Enlace directo: Bluebird, nuevo sello editorial en Miami / El Nuevo Herald.

BLUEBIRD, NUEVO SELLO EDITORIAL EN MIAMI
William Navarrete
El Nuevo Herald (Artes y Letras)
Publicado el domingo 21 de diciembre del 2008

Un nuevo sello editorial ha sido inaugurado tras la fusión del proyecto inicial de Ediciones Bluebird concebido por el poeta George Riverón, la revista digital de poesía La Zorra y el Cuervo (La Zorra y el Cuervo), dirigida por este ultimo junto al también poeta Carlos Pintado, y el empuje en el ámbito empresarial del escritor Heriberto Hernández Medina, todos cubanos radicados en Miami.

En el breve espacio del último mes, las Ediciones Bluebird han publicado unos siete títulos entre los que se pueden leer los poemarios Los nombres de la noche, de Carlos Pintado (Pinar del Río, 1974); Una doctrina invisible, de Manuel Sosa (Meneses, 1967); Los frutos del vacío, de Heriberto Hernández Medina (Camajuaní, 1964); Señal de vida, de George Riverón (Holguín, 1972); Casi de memorias, de Vicente Echerri (Trinidad, 1948) y El ánimo animal, de Reinaldo García Ramos (Cienfuegos, 1944). También la novela Un día más allá, del escritor Arístides Vega Chapú (Santa Clara, 1962), residente en Cuba y autor de varios poemarios y de dos novelas precedentes.

Lo primero que salta s la vista de este proyecto es la calidad de diseño de los libros. Las portadas concebidas por George Riverón – quien también es muy buen poeta y diseñador – exhiben obras de arte escogidas con gusto. El poemario de Carlos Pintado, por ejemplo, lleva en portada una excelente fotografía de Alex Nikada, y el de Heriberto Hernández ha sido ilustrado con obras del ''período de las máquinas'' del pintor cubano residente en París Ramón Alejandro, tal vez para significar una misteriosa relación entre el título del libro (Los frutos del vacío) y la etapa posterior de la obra de pintor en la que abundan frutas en espacios oníricos. Particularmente interesantes son las fotografías del propio Riverón, visible en su propio poemario y en el de Manuel Sosa.

En Los nombres de la noche, Carlos Pintado une dos cuadernos: Un tapiz donde el bosque se ilumina y Los bosques de Mortefontaine. Es el poeta el ciervo extraviado entre el tupido follaje de esos bosques que viajan de la luz a la oscuridad como si un hilo de plata atravesara sus claros y sus zonas de negrura. En Mortefontaine, perdido, sueña a Nerval, a Corot, la naturaleza "gótica" de la Isla de Francia y juega con las letras, porque sabe (como Proust al paladear el nombre del castillo y bosque de Guermantes en esa misma área) que la poesía del amor, del miedo y los recuerdos, la de las penas y la del leve suspiro que es la vida, necesita de una música muy suave para que no se espanten ni hados ni faunos.

Si tuviera que escoger (algo difícil) algunos versos de Pintado, escogería con los ojos bien abiertos para leer los otros, unos que dicen: "No va detrás de mí sino el silencio, / sino el eco de nada y ya de nadie, / nunca el amor, la gloria o lo que ha sido / ya del musgo o del oro un tibio anillo / acaso descubierto entre la fuente, / ave de luz en sombras, fulgurando".

Creo que George Riverón, el segundo poeta de esta colección, sabe que los hombres son ingratos. Que lo que brilla hoy mañana lo vuelven opalino. Nos deja las pausas, los punteos, poner una mayúscula y leerlo como si siguiéramos, a lo largo del tiempo muchas veces interrumpido, las confesiones del errante, su conciencia clara del miedo en medio del amor, y del vacío vestido de deseos. Sincero y leve sin por ello dejar de tocar el fondo de la vida, hace que me detenga en seco cuando leo: "mi madre también tiene los ojos vivos y redondos / ojos para mirar las cosas que no se deben mirar / pero ella no se cansa / mi madre no se cansa de morir / una y otra vez vuelve a levantarse / y echa a andar hilvanando los días poco a poco / consumiéndose en su soledad de madre / pero yo nunca lo advertí / cuando me daba a comer en el hueco de su mano / era su corazón lo que comía". Y me queda muy claro su grandeza.

El tercer poeta, y por decirlo de algún modo, la fuerza motriz de este proyecto, nos entrega varios cuadernos que recorren a modo de antología los poemas escritos desde 1983 hasta nuestros días: aquellos que escribiera en Cuba, en Perú y en Miami. De ellos, Signos de polvo anuncia una voz venida de tan lejos que por momento suena arcaica y como todo lo arcaico, extravagante. El culteranismo intencional del poeta unido al imaginario del hombre desde los arcanos del tiempo, da peso propio a esta poesía que se ovilla en espirales no siempre expuestas al sol, sino con caras escondidas. Podrá leerse de su Nocturno: "Puedo escribir versos tan llenos de silencio, / tan vacíos de todo lo que puedo decirte / que las palabras pueden borrarse si las miras".

Desde Atlanta, donde reside, Manuel Sosa, nos entrega el cuarto y último libro aquí evocado. Una doctrina de la invisibilidad, su título, es breve, no efímero. Autor de cuatro poemarios anteriores, Sosa recibió en su país natal importantes lauros poéticos, como el Premio David y el Pinos Nuevos. En Miami, a donde ha venido a presentarnos sus versos, le hemos oído leer "... La ruina sobreviene, a solas con el perfume, / tan duro el suelo como la costra / que cubre su diadema. / El esquema que seguimos retiene antiguos presagios / mientras el ave sondea la tersura del aire, en espirales", de su poema Solsticio.

Encomiable esfuerzo editorial es el de hacer fructificar la poesía en nuestros tiempos. Bluebird y su colección Jardines invisibles podrán perderse en la madeja rutilante de una ciudad perforada por centellas metálicas. Podrá perderse tanto como se pierde el parquecillo de Juan Ramón Jiménez entre las torres malibulares de Coral Gables. Su destino será siempre el de las aves: el de volar bien alto, ahí donde no llegan ni torres ni centellas para que siempre perdure la poesía sin importar cuántos se enteran.