15 avr. 2010

Variedades de Galiano, de Reina María Rodríguez


"Variedades de Galiano" o el diaporama de la memoria fragmentada
William Navarrete

Como una espeleóloga – más que arqueóloga –, a hachazos contra malezas en forma de brumas, contra zonas boscosas de la memoria que de tan visibles cuesta adentrarse en ellas, Reina María Rodríguez (La Habana, 1952) traza en su libro Variedades de Galiano, un mapa que, para quienes no viven la cotidianeidad de su ciudad, pueden creer que lo delineado por la autora equivale a aquellos grabados fantasiosos holandeses del siglo XVII, en que La Habana aparece en medio de una jungla de bestias de otras latitudes. Y su centinela, el Castillo del Morro, se yergue inalcanzable en la otra orilla como aquellas fortalezas almenadas de Transilvania o de Baviera.

Esa cartografía-diario de la ciudad tiene aristas que gimen y fronteras para las que resultan inútiles las guías, los pasaportes e incluso las visas. Aristas que sólo pueden verse cuando sabemos que vamos a amanecer en ese tejido ya más "humano" que urbano. Fronteras que se impone el habitante a sí mismo, ya sea para evitar aquella dolorosa esquina risueña de otros tiempos, o para esquivar aquella otra en que las manzanas se vuelven guadañas con huecos asesinos, los balcones guillotinas de rápido vuelo y las paredes avanzan impetuosas sobre las cabezas como el gigantesco muro de agua que traería consigo una tsunami. Aristas y fronteras que cercan al caminante, le tienden trampas y hacen que la ciudad bulla aunque nunca en el sentido en que bullir suele asociarse a los conglomerados urbanos en plena y favorable mutación o efervescencia.

Mapa de constantes relieves, físicos y espirituales, lo que queda de la ciudad se va desvistiendo, ya sin pudor, para que pueda el lector hurgar en cada capa que ha sepultado progresivamente a la precedente. A veces, en un mismo segmento de calle (como en esa en que otros tiempos exhibía al prestigioso Sloopy Bar), coinciden tres tiempos: el de los mayores de hoy, el de la niña que escribe cinco décadas después sentada (imaginariamente) en una banqueta giratoria de la barra de ése (u otro) bar y el de los fantasmas de nuestro tiempo que conservan fragmentos dispersos de la memoria que voluntariamente, por razones diversas, se han ido borrando. Capas que caen como hachazos violentos y sostenidos. Responsables no sólo de la desaparición de la hermosa barra de aquel bar (del que ni siquiera la niña alcanzó a ver un trozo), sino de la amnesia de cada uno (o de casi todos) sus habitantes.

Reina María Rodríguez escribe desde el mismísimo epicentro del cataclismo. No lanza plegarias ni llantos para una salvación que sabe improbable. Ni siquiera se viste de mártir que exhibiría con orgullo su corona de espinas (aunque como lectores lejanos nos quedemos boquiabiertos con tanta herida), ni se soterra protegida por montañas de papeles cerrando a cal y canto su puerta. La autora – de abundante y laureada poesía – es en este libro una guía que nos lleva con cuidado para que el inevitable tropezón no nos escayole el andar entre las ruinas.

Digamos que al leerla nos sentimos como el forastero que en medio de una tribu hostil y ajena encuentra al único individuo que habla su propia lengua. De este modo, consciente de que no necesita crear efectos ni sobresaltos – la ciudad los cultiva en demasía –, nos dosifica su mal rato del día a día, tratando de sacar de la piedra carcomida y del gesto huraño y brusco del vecino alguna dulzura hecha palabra para entender, en medio de tanta confusa peripecia, la dimensión humana a tientas por uno de los múltiples avatares del hombre.

Trazos discontinuos para cada uno de quienes hemos transitado por ese mapa. Al entrar en el Tent Cents de mutaciones (nunca para mejor) cíclicas, al protegernos del sol en el soportal de la tienda Fin de Siglo, al prohibirnos la entrada en un hotel o introducirnos en él para ser obervados por los que quedan afuera como si fuéramos marcianos o al atravernos a volver sobre nuestros pasos bajo los laureles del Prado, nos detenemos en seco, cerramos el libro, navegamos contra las marejadas del olvido en nuestras mentes y sabemos que luchamos contra velos, a veces muy espesos, para obtener imágenes difusas que nuestra memoria selectiva saca como una prenda que sólo recordaríamos si nos viéramos con ella puesta en una vieja fotografía.

Ese viaje ingrato que Reina María Rodríguez – guía involuntaria pero también imprescindible, a través de las tembladeras de nuestro pasado y del presente de los que atrapados quedaron entre esas manzanas –, explora con agudeza, más allá del derrumbe evidente. Su texto denota una humanidad de la que ella es, sin dudas, el exponente más grato. La agudeza hace de la autora la arquitecta espiritual del Gran Cuadrilátero que cercan el mar y las arterias del Prado, Belascoaín y Reina. Un cuadrilátero que, atravesado como daga incandescente por el leitmotiv nombrado "Galiano", recorrió en otras dimensiones ¡hace ya 50, 40, años!, también superpuestas y bajo el martelar de similares martillazos, José Lezama Lima, prisionero de la misma deriva. Telaraña de hombres, cal y maderos triturados. Para Reina el fin de su mundo es proporcional a lo que para Lezama significó el cierre de muchas compuertas.

A Lezama y a Reina María Rodríguez les correspondió, por designios misteriosos, ser parte de esos andamios que vemos en algunas de las fotografías de Alejandro Pérez Álvarez que acompañan las páginas de Variedades de Galiano. Les tocó sacar la instantánea que les quitó el sueño. Por último, asumieron el difícil papel de revelarla, para mostrarnos hasta qué punto se es poeta, aún cuando un tridente invisible hinque el alma al doblar de cada verso. Les toca, asimismo, exponer la página al viento, entre gentes que hacen (o fingen hacer) conitos de papel con sus hojas para llenarlas de maní y pregonarlas según arrecie el hambre o se mueva la veleta de los vientos.

No creo que pueda en la exigua territorialidad de ese Gran Cuadrilátero abarcar cada una de las historias que hacen de Variedades de Galiano un sostén de la memoria para miles de voces interiores de la ciudad. Si cupiera alguna imagen poética a semejante descalabro evocaría la de un tablero de ajedrez y piezas desordenas, un juego en que nadie respeta (ni acata) las estrictas reglas de este lúdico pasatiempo. En medio del amasijo caótico de este escaque y sus fichas, una pieza – la poeta, ¿la Reina? – es la cronista del simulacro de una batalla en que enemigos son todos aunque pertenezcan al mismo color y bando.

Reina María Rodríguez me trajo a París Variedades de Galiano, de indefinible género y vastísima geografía, como se trae de un viaje un cuento filmado, un testimonio en que por cortesía se ha eliminado la escena de la muerte grotesca de algún personaje: un largo poema a la usanza de aquellas heroicas epopeyas de guerreros espartanos, pero tan cerca del entierro que no logramos endiosar ni mitificar el escenario del combate.

Asisto a sus imágenes como quien mira un diaporama de épocas remotas que sólo la habilidad de un autor pueden reconstruir y ofrecer. El diaporama de Reina – en una ciudad en donde las lunetas se confunden con los leños de un fuego inútil y los edificios de desmanteladas gradas –, es la hendija por donde se filtra, fragmentada, la única luz que no escapa del foco artificial de las linternas.